“Tratar con la gente es, probablemente, el mayor problema que se afronta, especialmente si sé que es un hombre de negocios”

Dale Carnegie

 Se dice que los negocios son – o deben ser – fríos, impersonales y desprovistos de emociones. “Business is business”, dicen los estadounidenses. Yo alcanzo a ver que el mundo empresarial está intensamente afectado por el empresario y sus emociones.

 Para entrar en materia hay que recordar el significado de la palabra emoción: “es una agitación del ánimo producida por ideas, paradigmas, recuerdos, sentimientos o pasiones”. Otro de sus significados es indicar la presencia de movimiento. Así pues, esta fuerza interior es lo que moviliza cualquier acción humana, y ello no es la excepción en el ámbito empresarial ¿Acaso no habrá, detrás de las “frías” y “objetivas” decisiones de negocios, muchas emociones como la ambición, la envidia, los celos, el odio, la frustración, el apego, la soberbia, el amor o la cólera?, por mencionar sólo algunas de ellas. Sería casi imposible que fuera de otra manera, puesto que somos seres dotados de razón y emoción.

He visto muchos casos en que las emociones, mal encauzadas, terminan por llegar a situaciones extremas. He aquí algunos de ellos:

No es que las emociones, por sí mismas, sean buenas o malas; invariablemente hay un aprendizaje en ellas. Siempre nos dicen que algo nos está moviendo en una u otra dirección. La pregunta sensata – desde el mundo de los negocios – es si nos está llevando en la orientación adecuada: en la más rentable y que cumpla cumplidamente con los deseos del empresario y sus socios.

Pero, primero, habría que tomar conciencia de cuál emoción nos está invadiendo en este momento, vivirla con intensidad y darle salida. Luego, bajo un escrupuloso examen racional, encauzar la emoción por donde más convenga a los intereses de la empresa: clientes, accionistas, empleados, proveedores, la comunidad, y la conciencia y la ética del empresario.

En mi experiencia, como consultor, he observado que una de las emociones más peligrosas es el apego: el excesivo materialismo o aferramiento a las cosas, negocios, costumbres o relaciones. Me refiero específicamente a las que no son productivas. Algunos propietarios conservan negocios o cosas por sentimientos que no tienen nada qué ver con la rentabilidad. Como que escucho de nuevo las palabras de un conocido mío: “¿Qué diría mi abuelo si cierro la fábrica que él fundó”? (aunque ya sea improductiva, obsoleta y esté perdiendo dinero) Quizá el abuelo – desde donde esté – le diría: “¡Ciérrala!, yo la formé para que fuera negocio, y ya no lo es”.

En estos casos la mejor opción es la renuncia a lo que ya no es rentable, y la búsqueda de nuevas oportunidades que nos pongan en juego, nuevamente, ante la competencia que se vive en un mundo global.

¿Razón versus emoción?… No se trata de darle rienda suelta a una lucha interior entre ambas, que sólo nos desgastará, sino de encontrar avenidas al movimiento que genera la emoción por caminos rentables. A final de cuentas todo se reduce a canalización de energías, las que nos pueden catapultar al éxito o a la ruina.

Tan sólo basta recordar el pasaje bíblico de Caín y Abel. Ejemplo cruel de lo que puede desatar una emoción desgobernada… ¡y con la propia familia!